por fr. Francesco Dileo, OFM Cap.
La plaza de la Iglesia estaba rebosante de fieles en la mañana del 22 de septiembre para la Misa presidida por Mons. Nunzio Galantino y, también por la tarde, en la larga vigilia iniciada a las seis de la tarde y terminada a las dos de la mañana, señalada por breves pero intensos asaltos de lluvia, los cuales no han apartado a nadie del propio sitio. Gran concurrencia también en las tres solemnes Concelebraciones del 23 de septiembre, oficiadas cada una por un arzobispo: Mons. Domenico Umberto D’Ambrosio, Mons. Rino Fisichella y Mons. Franco Moscone. Una participación superior a las expectativas, y a la de los años precedentes en la procesión de la tarde, por las calles de la ciudad de San Giovanni Rotondo, con la estatua de San Pío de Pietrelcina. Podemos decir, sin temer faltar el respeto al Padre Pío, que el verdadero protagonista en su fiesta de este año ha sido el pueblo de Dios. Un pueblo numeroso, sin duda. Considero, sin embargo reductivo considerar solo los aspectos “matemáticos” de esta respuesta coral. Aquel pueblo no era un aglomerado amorfo, sino un conjunto de individualidades, de almas, de rostros deseosos de encontrar, a través de la mirada, el rostro de Dios. El anhelo de ver al Invisible, satisfecho en la plenitud de los tiempos con la encarnación del Verbo del Padre, que ha tomado la forma humana en el Hijo de María de Nazaret, se renueva en cada generación y encuentra, cada vez, en los santos aquellas imágenes espectaculares, que revelan continuamente en la historia el rostro de Jesús. Y, entre ellas, el Padre Pío, como el seráfico padre San Francisco, como todos los otros estigmatizados, constituye la imagen más fiel del Cristo, crucificado y resucitado. Ellos son todos sus “representantes imprimidos”, usando una ya célebre expresión de San Pablo VI, referido a nuestro venerado Hermano. Todo ello, la gran fuerza atractiva ejercitada por los santos y la respuesta masiva que proviene del pueblo de Dios, es el fruto de la Gracia. También el solo deseo de conocer a Dios “es ya en sí mismo, verdadera Gracia”, nos ha dicho el Ministro General de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, Fr. Roberto Genuin, en la homilía de la Misa que ha presidido pocos minutos después de la medianoche del 23 de septiembre. El deseo, en efecto, pone en marcha rápidamente la búsqueda. Y Jesús nos ha asegurado: “Pedid y os será dado. Buscad y encontraréis. Llamad y se os abrirá. Porque el que pide, recibe. El que busca, encuentra. Y al que llama, se le abre” (Lc 11,9-10). A los muchos que han venido a San Giovanni a buscar el rostro de Dios, reflejado en la experiencia de santidad del Padre Pío, quiero decirles gracias. Gracias por vuestro testimonio de Fe y gracias porque vuestra presencia hace fecundo nuestro ministerio de sacerdotes y de hermanos del Santo. Pero quiero expresar toda mi gratitud también a aquellos, animados por el mismo deseo que no han podido realizarlo porque han sido clavados con Cristo en la cruz, en sus enfermedades y, sin embargo, han querido igualmente rezar junto a nosotros, a distancia. Pensar en quien sufre, en quien tiene dificultades nos hace comprender que, en el fondo, solo somos personas humanas y que nada está lejos de nosotros: ni la alegría, ni el dolor. Ni la salud, ni la enfermedad. La Navidad, por otra parte, nos recuerda cada año lo pequeñas que son nuestras cosas en presencia del Amor que hace girar el universo. Aquel amor que crea solidaridad, que nos hace regalar a quien sufre nuestra ayuda. He aquí la Navidad, San Pío a sus amigos e hijos espirituales les solía augurar: “Que el Niño Jesús te llene de sus divinos carismas, te haga probar la alegría de los pastores y de los ángeles y te conceda todo el fuego de la caridad por la cual se hizo el más pequeño entre nosotros, y haga que te vuelvas un niño pequeño lleno de amabilidad, sencillez, amor” (Epist. IV, 657).