por fr. Francesco Dileo, OFM Cap.
También este año la Pascua acoge a la humanidad en un periodo histórico donde la serenidad, la paz y la alegría parecen cada vez más efímeras. En los telediarios la crónica negra o de guerra se ha vuelto un imperativo, casi una condena a la angustia.
Pero exactamente en este contexto caracterizado por la prueba, tienen que surgir con fuerza nuestras virtudes teologales: la fe, para que descubramos que somos hijos amados por el Omnipotente y, como consecuencia para abandonarnos completamente a su voluntad misericordiosa; la esperanza, que se basa exactamente en la victoria de Cristo sobre el sufrimiento y la muerte, en la perspectiva de la vida eterna; la caridad, que nos debe hacer instrumentos, humildes pero determinados, para la construcción de un futuro mejor en esta tierra. Dando por asumido la responsabilidad y el deber de los jefes de Estado y de Gobierno de orientar el ejercicio de su poder no hacia el crecimiento económico, personal o del propio pueblo, sino al bienestar de cada hombre, de cualquier raza, nación o cultura, cada uno de nosotros tiene que sentirse o convertirse en constructor de aquella armonía cósmica, que nace de la conciencia de que todos somos hermanos.
Podemos, en efecto, rezar y ofrecer nuestros sufrimientos por el final de los conflictos armados, como ha hecho el Padre Pío. Pero también podemos descubrirnos como mediatores de concordia, comprometiéndonos a no ser instrumento de división, sino catalizadores de reconciliación. Entre los numerosos mensajes de WhatsApp que inundan cotidianamente nuestros móviles, casualmente me he parado a leer uno que me ha sorprendido por su capacidad de sintetizar en pocas líneas un pensamiento profundo y muy actual. Quiero compartirlo con vosotros: «“Sine ira et studio” (Sin ira ni prejuicios). Es la expresión latina, que podemos entender como enunciado con el cual se indica la imparcialidad en el exprimir un juicio sobre alguien o sobre alguna cosa, tomada de los Anales de Tácito. El historiador de hace dos mil años declara, en su introducción, que quiere narrar hechos que conciernen los acontecimientos del Imperio Romano desde el año 14 hasta el 68 d.C., sin dejar prevalecer ningún prejuicio, es decir, sin rabia ni cálculo del cual sacar una ventaja personal. En otras palabras, en ausencia de juicio.
Es la intención de quien hoy, callando en favor de la debida corrección sobre prejuicios y animosidades, está llamado a expresar públicamente un parecer sobre un compañero, un vecino, así como sobre un hecho político o social de importancia en el que es necesario abandonar, en favor de un juicio franco, tanto la aversión como la benevolencia».
Este es un propósito que, si se lleva a cabo en la vida cotidiana, nos puede ayudar, no solamente a ofrecer una aportación sabia a la solución de muchos problemas, observándolos con la mirada de la verdad, sino que es capaz de prevenir la aparición de pequeños conflictos, presupuesto necesario para otros más grandes que corren el riesgo de estallar en violencia.
No por casualidad, en el libro Justicia y paz se besarán, el Papa Francisco afirma que la paz es: “…Artesanía. No la construyen sólo los poderosos «con sus opciones y sus tratados internacionales, que siguen siendo opciones políticas sumamente importantes y urgentes. La paz la construimos también nosotros, «en nuestras casas, en la familia, entre vecinos, en los lugares donde trabajamos, en los barrios donde vivimos, ayudando a un migrante que pide limosna en la calle, visitando a un anciano que está solo y no tiene con quién hablar, multiplicando los gestos de cuidado y respeto hacia el pobre que es el planeta Tierra, tan maltratado por nuestro egoísmo explotador, acogiendo a cada niño no nacido que viene al mundo, un gesto que para Santa Madre Teresa era un auténtico acto de paz».
Si logramos hacer nuestros estos compromisos, sin duda, la próxima Pascua tendrá un sentido más profundo para nosotros y contribuiremos a la resurrección, junto con Cristo, de una nueva humanidad, sujeta a la única ley del amor.