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Hace cien años que nacía un gran testimonio del amor oblativo

XLIX – n. 3 – Mayo – Junio 2020

por fr. Francesco Dileo, OFM Cap.


La continua e intensa oración, la profunda unión con Cristo en la Celebración Eucarística, el celo apostólico, la disponibilidad a la dirección espiritual, una ferviente devoción mariana. Son muchas las características que ponen en común al Padre Pío y a Juan Pablo II. Pero hay una que, coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de Karol Wojtyla con uno de los períodos más oscuros en la historia reciente de la humanidad, se vuelve un mensaje de fe y exhortación a la esperanza: el sufrimiento. Los padecimientos del Padre Pío – debidos a los achaques, a las vejaciones diabólicas y a la participación completa de la pasión de Cristo – son conocidas ya por los lectores de esta revista. También la existencia de Karol Wojtyla está continuamente señalada por las tribulaciones. Cuando era un niño, y de joven, sufrió la pérdida de personas queridas: su madre con ocho años, su hermano con doce, su padre con veintiuno. Desde 1939 experimentó la ocupación de Polonia y la privación de sus profesores, “insignes hombres de cultura”, que fueron “arrestados y deportados a campos de concentración”. Cinco años después rozó la muerte cuando lo envistió un camión alemán y fue hospitalizado durante dos semanas con una “grave conmoción cerebral”.
A pesar de ello, cuando Don Karol Wojtyla conoció a la joven Wanda Poltawska y comenzó a dirigirla espiritualmente “nació una amistad” profunda – a tal punto que se llamaban la una al otro “hermano” y “hermanita” y una colaboración cada vez más estrecha”, después de que el sacerdote conociera su dramática experiencia de deportada y de “cobaya” en Ravensbruck.
Él, en efecto, pensaba “que aquellos que han sufrido durante la guerra, han sufrido por él, porque a él se le ha ahorrado tal sufrimiento”.  Los padecimientos no le han abandonado ni siquiera en el largo pontificado. A partir del 13 de mayo de 1981, día del atentado, su vida se ha vuelto un largo y continuo vía crucis, cada vez más doloroso en su acercarse a la cima del Calvario. Fruto de este personal sufrimiento, además del Jubileo extraordinario de la Redención, es la Carta Apostólica Salvifici Dolors en la cual Juan Pablo II ha intentado responder a la pregunta que cada uno, por lo menos una vez en la vida, se ha hecho: ¿Por qué el mal en el mundo? Una pregunta que se vuelve difícil de responder, sobre todo “ante el sufrimiento de un inocente”. “Tiene que ser aceptada como misterio al cual el hombre no puede acceder hasta el fondo con su inteligencia”, ha escrito Juan Pablo II que, continuamente, ha intentado “penetrar” en aquel “misterio” y de dar una explicación a la luz de la revelación y de la fe. “El sufrimiento tiene un carácter de prueba”, se lee aún en el texto. Es “una invitación” de la misericordia divina, “la cual corrige para conducir a la conversión”. Pero es sobre todo el amor “la fuente más completa de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Esta respuesta ha sido dada por Dios al hombre en la Cruz de Jesucristo (…) El mal, en efecto, se queda unido al pecado y a la muerte”, así “el Redentor ha sufrido en lugar del hombre y por el hombre” y sufriendo “ha creado el bien de la redención del mundo”. Pero “también cada hombre, en su sufrimiento, puede volverse participante del sufrimiento redentor de Cristo” porque “la redención, hecha con la fuerza del amor satisfecho, se queda constantemente abierta a cualquier amor que se exprime en el humano sufrimiento” Esta lección se volvió testimonio en los domingos de marzo de 2005, cuando Juan Pablo II , ya incapaz de hablar porque había sufrido la traqueotomía, no se ahorró el esfuerzo y la humillación de asomarse a la ventana de su estudio para gritar, en silencio, su amor oblativo por la humanidad.

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